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Lo del héroe colectivo maravilló a tantos espectadores de la adaptación de El Eternauta debido al contraste poético que establece con una dinámica top de la actualidad, consistente en cargar a la clase media con males que no perpetra. Frente a lo que algunos denominan tecnofeudalismo, el particular, sea del signo político que sea, debe involucrarse con causas cuyos verdaderos beneficiarios son otros. Malabareando para no caer bajo la línea de pobreza, el sector que supo estar orgulloso de aumentar su capital tangible, se sacia con el simbólico, jugándosela por microacciones individuales en beneficio de ese dios secular que es la Sociedad, aunque no haya correlato a gran escala con quienes tienen potestad para cambiar las cosas. Enajenadas por la virtualidad, a expensas de mil consignas, nuestras almas se solazan en sus modos personales de lectura y enunciación, al margen de su impacto en el plano concreto o material, como señalan desde hace tiempo, entre otros filósofos, Byung-Chul Han o Slavoj Zizek. Militar, por ejemplo, el cuidado al planeta mediante la austeridad individual –aun sin boicotear los abusivos sistemas de producción masiva– o cambiar carne por soja –como si los estragos de este cultivo sobre los suelos no perjudicaran a humanos y animalitos– nos hará parecer sensibles. Justificar los dislates de las gobernanzas sin llamar a romper todo, nos sumará puntos de civilidad. Podremos, incluso, tocar picos seudo místicos abonando por el sacrificio de un sector determinado –pongamos por caso los jubilados– en presunto favor del resto.

Es que, en internet, donde todo pasa sin que pase nada, somos impelidos a dar nuestra visión sobre ecología, género, derecha, sionismo, inseguridad, economía, Ucrania, Peronia, IA, inmigración, Venezuela, criptomonedas, vacunas, zurdos, legalización del porro, Trump, internas del PJ, incels, vientres subrogados, eutanasia e incluso Byung-Chul Han y Slavoj Zizek o lo que sea que la agenda imponga, como si el perímetro oscilara, gracias a nosotros, más de lo que oscila. Las redes explotan de titulares, epígrafes, denuncias de fakes news, bajada de línea política y s que se arrogan, a veces con razón, primicias, postas, ideas disruptivas. Pese a vivir de otras actividades, cada vez más personas efectúan sesudos análisis coyunturales, se plantan frente a una cámara con su mejor cara y se entrevistan entre sí en livings y otras evocaciones escénicas de la vieja televisión, pero con la pobreza de recursos a las que nos somete la época. Con poco dinero y enorme voluntad –cuando no talento– se gestionan nuevos blogs en sustitución de las viejas revistas, se escriben eternas notas en Substack, se multiplican streams y canales de YouTube de audiencia reducida, pero entusiasta. Todos pueden ser, por un rato, como Nancy Drew o Louise Lane, en los años 30, aunque, tanto en esos años como ahora, el privilegio de ser gaseados, baleados o perseguidos por funcionarios del Gobierno corra más que nada para los trabajadores de prensa verdaderos.

Pero el repliegue de la experiencia directa y corporal que nos trajo internet, se compensa usando internet, el lugar en el que nos enteramos de todo, el lugar en el que todo es noticia, el lugar en el que podemos tener un medio y un mensaje. Cuesta negar el triunfo definitivo de mi actividad, el periodismo, dado erróneamente por muerto. Jaqueado por la precarización de los grandes medios y los avances tecnológicos, sobrevive reconvirtiéndose en un amateurismo muchas veces superficial o limitado, pero pujante. El comunicador vocacional informa, editorializa y polemiza, como cualquiera que trabaje en un diario, noticiero o agencia ¡Y a veces lo hace mejor! Empezar a cobrar, después de haber acumulado méritos –o likes– suficientes, es su logro mayor. Amigo del algoritmo, pero renuente a la matemática, hizo bien en no contabilizar el tiempo utilizado en tuitear, subir fotos a Instagram, dialogar en YouTube o tipear diatribas en Facebook sin cobrar un mango. Parecido a lo que hicimos muchos cuando empezamos a formarnos en el oficio, porque no nos alcanzaba con TEA o la UBA, y teníamos que hacer pasantías. Además, debíamos aprender a estar disponibles en los días y horarios en los que descansan otros trabajadores, algo que también incorporó el que está conectado 24x7 a las redes. Al decidirnos, antes del boom digital, por hablar a título informativo sobre mil temas –tantas veces sin dominarlos demasiado– los periodistas estuvimos un paso al frente. Fuimos pioneros, marcadores de tendencia, influencers de tiro largo. Nuestra labor, necesaria sí, aunque nunca tan heroica o colectiva como para cambiar el mundo, es la que todos querían ejercer, pero no tenían con qué.

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