El CONICET se ha convertido en blanco de una política de desfinanciamiento que afecta directamente a uno de los pilares estratégicos del desarrollo nacional. Según datos del INDEC y de la Encuesta de Percepción y Condiciones de Trabajo del CIICTI, en los últimos dos años se perdieron más de 4100 profesionales en el sistema científico, se paralizaron los ingresos, los salarios se redujeron un 34,7%, y hay una alarmante falta de insumos, mantenimiento y condiciones básicas de trabajo. La lista sigue. Si consideramos la “fuga de cerebros” que esto genera, resulta confuso cómo se quiere hacer “grande a la nación” desperdiciando todos los recursos que el sistema educativo invirtió durante años.
Esta situación no es nueva. Forma parte de una estrategia ya conocida: deslegitimar lo que funciona bien en el ámbito público para justificar su reemplazo por alternativas orientadas al lucro privado, como ya se sugiere en algunas propuestas que están circulando. Bajo el discurso de la “eficiencia”, se busca debilitar estructuras clave para los intereses nacionales.
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El CONICET está entre los organismos científicos mejor valorados del mundo. Sus aportes han sido fundamentales para el país: desde la primera vacuna argentina contra el dengue, el desarrollo del suero hiperinmune anti Covid-19 y las investigaciones sociales y tecnológicas clave durante la pandemia, hasta estudios sobre litio y transición energética, inteligencia artificial y ética, o proyectos orientados a la soberanía alimentaria.
El CONICET no sólo produce conocimiento de excelencia, sino que también lo pone al servicio de desafíos estratégicos. La soberanía científica es importante para el desarrollo de un país y esto lo tienen en claro incluso países que se toman como “modelo” por los sectores que hoy promueven estos recortes: Estados Unidos, Alemania y Francia son sólo algunos ejemplos de países que cuentan con sólidos sistemas públicos de investigación financiados por el Estado.
Otro de los argumentos más repetidos para justificar el vaciamiento es la supuesta falta de rigurosidad del organismo. Sin embargo, esta acusación carece de sustento y se contradice con los estrictos mecanismos de ingreso, evaluación y permanencia que rigen el funcionamiento del sistema. Como sintetizó recientemente el historiador Ezequiel Adamovsky, llegar a ser investigador del CONICET implica un camino de altísima exigencia: licenciatura, maestría, doctorado, tesis evaluada por jurados especializados, publicaciones en revistas científicas internacionales, pertenencia a equipos de investigación consolidados y una evaluación final por parte de una comisión experta. Todo esto supone haber atravesado entre 60 y 90 exámenes evaluados por múltiples docentes.
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Esa exigencia no termina al ingresar. Los investigadores del CONICET son evaluados periódicamente en función de sus objetivos de trabajo, con mecanismos de auditoría que garantizan transparencia y revisión constante. En un país desigual como Argentina, el camino hacia la investigación científica requiere no solo mérito y vocación personal, sino también condiciones sociales que lo hagan posible: a una buena educación, estabilidad económica, redes de apoyo y políticas públicas que sostengan esos trayectos.
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Por eso resulta especialmente contradictorio que desde sectores que enarbolan el mérito como bandera se impulse el desmantelamiento de una institución que encarna, justamente, el esfuerzo sostenido, el conocimiento riguroso y el compromiso con el desarrollo nacional.
Mientras se promueven mensajes que desalientan la educación superior y se intensifican los despidos de trabajadores del Estado —incluso cuando el “desempeño” en las pruebas estatales ha sido mayormente satisfactorio—, se debilitan espacios de excelencia como el CONICET. Lo que se busca es una sociedad cada vez más pasiva y disciplinada ante la destrucción de lo que costó años construir.
Vaciar el sistema científico nacional es atentar contra décadas de inversión pública, esfuerzo personal y logros colectivos. Es poner en riesgo el presente y futuro de un país que necesita más conocimiento.
No se trata de idealizar ni de negar los desafíos que enfrenta el sistema científico argentino, sino de reconocer lo que sí funciona y mejorarlo. La ciencia nacional debe estar al servicio del desarrollo del país, y para eso es necesario ampliar las trayectorias posibles de quienes deciden dedicarse a ella. Apostar a la ciencia no es solo defender a los investigadores: es garantizar soberanía, innovación y progreso para toda la sociedad.