OPINIóN
Liderazgos

De caudillos y de ciudadanos

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Los Emiratos árabes. Tiene un sistema con tinte autoritario. | bloomberg

Desde hace más de 500 años, Argentina –y en particular el NOA– vive atrapada en dialécticas estructurales que reproducen jerarquías de dominación. Desde la colonia, pasando por la industria azucarera, y más tarde arribando a la política clientelar, se consolidó un modelo donde unos pocos mandan y muchos obedecen pasivamente. Esa lógica de sometimiento no es solo una necesidad impuesta por la pobreza o el empleo público, sino también una forma cómoda de vivir la ciudadanía: esperamos que el líder de turno resuelva todo, mientras nos desentendemos del compromiso cívico.

Esta cultura paternalista ha moldeado nuestra historia política y nuestra identidad. Ha hecho del caudillismo no solo una práctica, sino un refugio emocional. Muchos prefieren ampararse bajo la sombra del “jefe” antes que arriesgarse a construir algo con otros. El resultado: una participación ciudadana débil, fragmentada, casi decorativa.

Mientras tanto, las civilizaciones que progresan lo hacen a partir de modelos colectivos. Algunos sistemas tienen tinte autoritario –como China, Singapur o los Emiratos Árabes–, donde el Estado impone una visión común. Pero otros, como los países nórdicos o ciudades como Medellín y Curitiba, logran integrarse desde la identidad, la cultura y la participación comunitaria sostenida.

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En Argentina, seguimos en loop: un caudillo con políticas extremas reemplazado por otro con políticas igual de extremas, en sentido opuesto. Todos orbitan en torno a su propio relato, su tropa, su legitimidad. La lógica amigo-enemigo reemplazó la deliberación democrática. Y cuando todo se personaliza, el disenso se convierte en traición. Así, una cultura de valores comunes se vuelve inalcanzable.

Este fenómeno se alimenta del individualismo, pero no del individualismo creador o responsable, sino del más insidioso: el del “sálvese quien pueda”. Nos acostumbramos a resolver lo propio, desconfiando del otro, sin pensar en lo colectivo. Pero un país no se construye con relatos individuales desconectados, sino con visión común.

¿Cómo rompemos este ciclo? ¿Puede una política pública transformadora surgir del mismo caudillo que lo reproduce? ¿O debe emerger desde la comunidad y, poco a poco, ser asimilada por los liderazgos? Sea como sea, requiere un cambio cultural profundo. La sociedad tiene que asumir un rol protagónico y renunciar a la fantasía de que un iluminado resolverá nuestros problemas.

Ese cambio se impulsa desde muchos frentes: la educación, las ONG, los clubes, los barrios, los líderes empresariales, culturales, deportivos y políticos que decidan apostar por la integración en vez del mando, a través del acercamiento de ideas desinteresadas a quienes ejercen la función pública. Hay ejemplos que prueban que es posible. Medellín lo hizo después de su época más violenta. Lo logró cuando la cultura comunitaria trascendió al caudillo narcotraficante.

Que el presidente del Banco de Colombia pueda decir que su mayor dedicación de horas está en el Comité Universidad, Estado, Empresa y Sociedad y que en su tiempo libre trabaja para el banco simboliza esa apuesta colectiva a la educación, al diseño de un sistema que no expulse ni etiquete, sino que forme ciudadanos críticos y comprometidos.

Necesitamos nuevas formas de liderazgo: una integración auténtica, que parta de la voluntad de quienes más herramientas tienen –económicas, políticas, educativas o culturales– de incluir a más personas en el a la riqueza, al conocimiento y a las oportunidades. No se trata de caridad ni de filantropía, sino de asumir que el progreso real solo es posible si crecemos todos.

Empecemos a participar, no por beneficios individuales, sino para dejar atrás la Argentina de unos pocos y construir una comunidad verdaderamente inclusiva, con una visión que ya no pertenezca a un líder, sino a todos.

*Abogado y presidente de la organización Meta Tucumán.